-La carne se seca con la sal, y tus lágrimas son saladas. Deja de llorar que te marchitas y en cenizas queda todo.-
Pero el río no dejaba de fluir ante el estruendo llamado de la madre en cuya voz desesperada se leía el temor de la muerte.
Ella, la pálida muerte que rozaba con detenimiento la aún caliente mejilla de la niña, que lamía sus labios, y abría sus ojos con esos dedos helados, pero cuando detuvo su atención en ellos, como nunca, sintió el alma que se salía sin permiso y dudó. Se apartó con la mente en la incertidumbre y dicen que jamás volvió a esa niña, y que esa niña jamás volvió a llorar.
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