¿Qué sabes tú de mí que he pasado más de 20 años a la espera?
Resonaba esa frase neblina de
un octubre sin lluvias que carcomía de frío a los huesos expuestos.
En medio del parque, solitaria, estaba Martha espera
sintiéndose extraña en una ciudad automatizada donde la inmediatez era ya.
Y ella sin poder sentirse útil pues su
experiencia en 20 años de espera no había sido como la de cualquiera que
aprende a vencer su cuerpo al aire y a dejar su mente suspensa... porque ella se
especializó en filas. Sí, en esperar en filas. Filas que se organizaban por
orden de llegada, por preferencia de sexo o de status, o de gravedad, por gustos o tamaños o
edades; filas de uno o de mil a espera de avanzar hacia algo moviéndose con cadencia.
Esta peculiaridad la capacitaba para pensar
frecuentemente en cómo escapar de ellas, en cómo aprovechar las más cortas o las
más rápidas o en cómo no salirse de control y evitar las frustraciones que
provocaban. Aprendió también a hacerlas con gusto y hasta a tener lapsos de disfrute en
su mientras.
Las filas, eso sí, eran un síntoma de pobreza, de
países que no entendían la lógica del transcurrir del tiempo y de la muerte, de
gobiernos que desperdiciaban segundos tras segundos inhabilitando a sus habitantes, y de colectivos de alma
frágil y respirar débil que acomodaban a sus integrantes uno detrás de otro.
Martha, la hacedora de filas, se volvió
paciente inhalando y exhalando, pero la verdad que paciente a medias porque aunque aprendió a sonreír
hasta con alegría sus ansias escapaban por sus extremidades. Sus brazos
y piernas descontroladas vibraban todo el tiempo, se mecían en lapsos cortos y
rápidos alterando a su alrededor.
Martha espera y hacedora de filas precisaba
contención en forma de abrigo abrigador y suavecito de aroma a eucalipto y
requería dejar espacios burocráticos de hombres grises y crueles, y lo hizo.
Cruzó un charco para llegar al parque de lo todo automatizado e inmediato que
le recordó... le recordó que no tenía valor, que no podía usar sus destrezas porque ahí
carecía de sentido ver los "detraces" de todo y la estructura planteaba más bien un cara a
cara, mirada a mirada, nariz a nariz.
Martha ahora sin sentido encontró una estación para
gente como ella donde los inadaptados podían sentir que esperaban sin que se les
robaran sus preciados minutos. Por supuesto que no era lo mismo porque ya
estaba acostumbrada a perder su tiempo pero algo era algo y era lo único
disponible. Así que se sumó a este nuevo pasatiempo que la hizo inmortal, pálida,
estéril y sabia de la contemplación con el devenir de la brizna.
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