La idea era muy básica: entrar al escenario y causar risas. Entre el inicio y el producto final uno tenía cinco minutos para preparar la receta mágica y hacerse de los ingredientes, que siempre coincidían en ser uno mismo. Yo intenté presentarme con un hermoso brillo en los ojos, abrirlos muy muy grandes, léase que se me veían abiertos, y hacer algo. Lo intenté.
Al primer paso me sentí sofocada, decidí, de última, cantar "Gracias a la vida" de Violeta Parra pero la falta de aire llegó a mis cuerdas vocales. Entrecortados los sonidos me oía lastimada, emitía lamentos acompañados, cada vez más, de saladas lágrimas. Era inverosímil, una canción de agradecimiento con alguien que la emitía como si le doliera la vida. Poco a poco todos comenzaron a llorar, yo no pude continuar y salí.
Los aplausos fueron muchos pero más los abrazos. Dos minutos en el escenario contra un mes de nostalgia, estar ahí, cantar esa canción, me hizo algo.
Hoy comparo esta escena con mi película favorita de Alex de la Iglesia: Balada triste de trompetas. Un niño quería ser un payaso feliz, su padre, que era uno triste, le gritaba que él no podía ser el feliz, que su historia estaba cargada de abandonos y melancolías, que si quería ser payaso tendría que ser el segundo, el que solo sabe mantener pesada la cabeza, ojos caídos y movimientos lentos para hacer reír... el fracaso andante sería su principal motor. El niño, por ser niño y amar a su padre, creyó la historia, estaba destinado a sufrir y a, con el juego de eso, hacer reír a la gente.
¿Importa construir sobre cenizas?
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