Cada globo traía una palabra dentro que veía la luz justo cuando se creaba un estallido. La palabra flotaba con una música particular integrada, de modo que los habitantes aprendían un significado auditivo asociado a la palabra.
Un "hola cómo estás" sonaba a tintilantes hojas. "Prefiero el rosa" como estrella fugaz. "Vamos a comer carne asada" a mantequilla rebotando en el aceite.
Así, el mejor poeta era el mejor músico o, también, personas como Martha, que se dedicaban a cazar globos ilegalmente para resguardar, en frascos de lágrimas, todo mensaje comunicativo. Y eran los mejores porque, a diferencia de los sujetos normales que tenían que esperar pacientemente a que el ambiente decidiera soltar ciertas palabras para verlas, pensarlas y emitirlas, ellos podían pensarlas antes y crear significados propios.
En ese mundo José limitaba su existencia a ver las extrañezas de la gente común, pues las palabras aparecían aleatoriamente y la comunicación era caótica. La poesía jugaba a ser la armonía del mensaje comprensible, de forma literal o emotiva, pero como casi no habían poetas, él solo veía a lo lejos lo fácil que morían las personas a causa de la tristeza generada por la falta de creatividad y dialogo.
Sí, por alguna extraña razón él se salvaba, pues nació con el sonido de un listón rosando un regalo, es decir, con sabiduría... A José le bastaba ser visto para ser comprendido, pues transmitía sus mensajes con la mirada.
Martha, la cazadora de sentido, tuvo su peor inconveniente al ver a José. Él, a sabiendas del entendimiento de ella, contemplando su hermosa nariz respingada, le contó su vida con la mirada. Ella, sin emitir nada, quedó cautivada. Luego de la treceava luna, uno frente al otro, comprendieron el silencio atónito de Martha, en forma del sonido que emitían las jirafas.
"Nada" era el todo, la mejor forma de decir "te quiero".
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