Ir al contenido principal

Rumor que se vuelve río


Hay quienes piensan que la sociedad limita al individuo, que lo moldea para adecuarlo a un orden y que sea funcional. En parte es cierto: la lengua, arquitectura, medios de comunicación, cualquier institución, las modas, etc., nos introducen en una estructura donde se pueden pensar sólo lo que se encuentra dentro de los límites, que enmarcan lo existente, lo que sólo podemos ver (Maurice Halbwachs).

Tal cual la sociedad contiene, la danza también. Específicamente la clásica ha sido criticada, en comparación a la contemporánea, por su rigidez conceptual. Más allá de eso, al pensarse en cualquiera de las dos disciplinas, uno cree que sólo las comienzan a practicar niñas de menos de 10 años, y que en su mayoría son anoréxicas. Además, en danza clásica hay una tendencia a suponer que existe la discriminación de lo no controlado, de la gordura y fealdad. Así tenemos a la danza clásica como controladora del cuerpo. Siendo clara exige figuras precisas, un estilo de belleza muy definido (delicadeza, fuerza y flexibilidad), el cual se ha retomado por la población en general como ejemplo de femineidad.

Pero ¿y si más allá, aunque sea parte de la sociedad, la danza sirve para impulsarnos al aire, proyectándonos a quebrar la opresión del sistema social?

Una leyenda de República Dominicana cuenta la historia de María de la O, joven descrita por su madre religiosa como insolente y descarada a quien se le ocurrió salir una noche de viernes Santo al río. La madre le suplicó que no fuera, que recordara -la muerte de “nuestro” señor-, creyendo que su desobediente hija iría a los brazos de cualquier hombre, y enunció la maldición: el señor agarrota a quienes tienen sexo en viernes Santo.

Pero María de la O no iba a obtener gozo de algún otro: decidió bañarse desnuda en el río. Entre la corriente comenzó a sentir cosquillas en todos los recovecos de su cuerpo, hasta en los prohibidos. Su cuerpo frío, caliente, mojado, masajeado, comenzó a disfrutar. Abrió las piernas y brazos, quiso abarcar todo el placer de esa noche y comenzó a estallar junto a las estrellas.

Después de sonreírle al cielo intentó salir pero no pudo. Su cuerpo comenzó a inmovilizarse, sus piernas no se podían separar y fue cubierta de escamas, en lugar de pies le apareció una aleta. Dicen que aún hoy María de la O nada en los ríos de República Dominicana, sin ser perdonada (Eduardo Galeano).

De pequeños nos recordamos con una gran elasticidad y facilidad de movimiento: llevábamos nuestro dedo gordo del pie a la boca, trepábamos árboles, jugábamos en el lodo. Sin embargo, parece que en el transcurrir de vida, en general, nos hacemos más sedentarios: pasamos un mayor tiempo sentados, en el transporte público, en la oficina, en la escuela, frente a la tele y computador. Además hacemos caso a los medios de comunicación, padres y profesores de la escuela, sobre cómo debemos ser, qué está bien y qué mal, siendo estas sentencias un peso colocado en nuestro cuerpo. Con las culpas (de no poder ser nunca lo que quieren que seamos y no atrevernos a ser lo que nosotros queremos) y falta de ejercicio, tornamos nuestro cuerpo obeso, torpe, grasoso, débil, como dirían vulgarmente: parecemos tamales mal amarrados. O todo lo contrario, nos hacemos fanáticos de la figura corporal, obsesivos en lo que entra por nuestra boca y todas las calorías que tenemos que quemar en los gimnasios, corriendo en máquinas, asemejándolos a los ratones en su rueda… crees que avanzas pero nunca vas a ninguna parte. Así, parece que al crecer nos ponen escamas, como le sucedió a María de la O, que impiden nuestro movimiento mental y físico, gracias a las normas sociales.

Entonces uno mira para la danza, aunque sea clásica, ahí no dejan que se endurezcan partes que no debían endurecerse, esas que cargan las culpas (hombros, espalda, ingles, cuello, etc.). Te acercas a un estilo de música que si, dada la lejanía social, antes te dormía (durante conciertos en los que se ve mal que te muevas con la música), ahora sabes que puedes ir a su ritmo, ¡la música clásica se baila!, y “bailar es soñar con los pies” (Joaquín Sabina).

Como disciplina emprendida a esta altura de mi vida, mis 25 años, la danza clásica no viene sola. Viene con compañeras ejemplares, de todos niveles y con una profesora (Carmen Sierra) que nos enseña lecciones de vida en cada clase, haciendo referencia directa o indirecta a nuestro cotidiano, cuya filosofía es la no discriminación, inclusión, atención personalizada y solidaridad (cero competencia).

En la clase corregimos postura, aprendemos que la mirada no va al suelo, y en esa modificación se mueven sentimientos, no tenemos que ser los agachados. Si intentas encontrar tu centro físico, de alguna manera te centras en la vida, o lo intentas. Reconoces que se trabaja paso a paso, para tener unas bases bien cimentadas, porque sin eso tu edificio se derrumba, tus piernas no soportan y los movimientos se desvirtúan, pudiéndote quebrar o inmovilizar más. Sencillo: avanzas de lo simple a lo complejo.

De cierto tienes que sin constancia no progresas, que la disciplina es necesaria. De manera muy importante aprendes a reconocer tu cuerpo, a reconocerte, te duelen partes que ignorabas, y como relata Galeano “Los dolores que quedan son las libertades que faltan” porque sabes que tienes que trabajar más en esas zonas. Lo mejor es que cuando intentas un ejercicio y no te sale, algunas veces no es por lo oxidado del cuerpo, sino por lo oxidado de la mente, porque luchas contra ti misma, para tirar tus límites y expandir tus alas intentando emprender el vuelo.

Así, aunque nos desarrollemos en un marco, nuestras producciones sirven de plataforma para la “creación” y “desenvolvimiento” humano, sin olvidar la zona limítrofe, sin olvidar que tenemos que luchar constantemente para no ser esa María de la O. Reconociendo que podemos modificar al colectivo muy lentamente, hasta hacernos otros… como un rumor que se vuelve río.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Martha hacedora de filas

¿Qué sabes tú de mí que he pasado más de 20 años a la espera? Resonaba esa frase neblina de un octubre sin lluvias que carcomía de frío a los huesos expuestos. En medio del parque, solitaria, estaba Martha espera sintiéndose extraña en una ciudad automatizada donde la inmediatez era ya. Y ella sin poder sentirse útil pues su experiencia en 20 años de espera no había sido como la de cualquiera que aprende a vencer su cuerpo al aire y a dejar su mente suspensa... porque ella se especializó en filas. Sí, en esperar en filas. Filas que se organizaban por orden de llegada, por preferencia de sexo o de status, o de gravedad, por gustos o tamaños o edades; filas de uno o de mil a espera de avanzar hacia algo moviéndose con cadencia. Esta peculiaridad la capacitaba para pensar frecuentemente en cómo escapar de ellas, en cómo aprovechar las más cortas o las más rápidas o en cómo no salirse de control y evitar las frustraciones que provocaban. Aprendió también a hacerlas con gusto y hast

José solo y Martha sombra

Un fantasma andante sin identificación ni temporalidad, así se encontró José a sí mismo a inicio de su existencia, luego de abrir por primera vez los ojos. Ya con visión, procede el trastabilleo de las piernas que lo pretenden sostener y trasladar. La sensación de la firmeza de la tierra se convirtió en su primer recuerdo, el segundo fue descubrir a una intrusa. La vio tímida al inicio, como quien no quiere pero al final, se da a lo grande. Aquella forastera salida de la incertidumbre se ató fuertemente a sus pies y comenzó a seguirlo durante el día. Tan acostumbrado a la soledad que había durado sus cinco primeros instantes de vida, que la idea de que alguien le sujetara le causó repulsión. Intentó de todo para desafanarse de esa carga pero todo inútil fue, menos esperar la ocultación solar y revelar que las noches eran enteramente para él. De día aprendió a inhalar el calor húmedo del ambiente y a llevar su ritmo, sin rumbo ni oficio ni beneficio arrastraba con fastidio esa zán

E agora José?

A propósito do poema de Carlos Drummond de Andrade José acorda e fica na cama, minutos, sem pensar em nada, horas, com a mente detida num ponto branco, anos que se esgotam exigindo o início, uma segunda oportunidade, para remendar os erros, embora os fios acabaram. Existe a certeza de que esse corpo tem vida pelo movimento quase imperceptível do seu peito. Se não fosse pela fome, sintoma subtil de quem ainda quer andar, seria como um dos imortais de Borges: Seria como aquele inextinguível que fica deitado no chão sem se mover, sem se importar com a chuva, com o frio ou com o calor; como aquele eterno que permanece com um ninho no ventre, com a pele cinzenta, sem falar, tentando esquecer a vida. Só pela exigência do corpo, forte fome, é que se põe de pé, vagarosamente, e volta a caminhar. Na rua, as pessoas olham para ele com pena. Às suas costas o rumo dos homens o trata por perdedor, vencido, e é o que ele é. Antes, há séculos, todas as mulheres o admiravam, gostavam do brilho no